miércoles, 17 de diciembre de 2008

Excepto Yo, Viejo Rey

Me reventó verme asi esa tarde cuando llegué del trabajo: Una camisa desarraglada, el pelo todavía mojado, la corbata floja, un chaleco puesto en su lugar. El espejo me devolvió eso que yo escupí siempre: una asquerosa vida de oficinista. Ya no tenía tiempo para soslayarme en la lectura de Neruda, De Bukowsky. Antes de llegar a casa, en el colectivo, el monte me golpeaba indirectamente las retinas, como queriendo explicarme algo. Apoyé mi cabeza sobre el cristal y traté de evitarlo, pensando en la acidez estomacal, en las redes, en lo que nunca sería, pero el cerro seguía chistandomé de adelante. Lo quería, en cierta manera ambos nos respetabamos a nuestra manera y con nuestras diferencias: El con sus vientos, yo con mis silencios. Recuerdo de chico que esa pequeña elevación era la medida de todas mis pretenciones, las otras montañas andinas por mas que lo duplicaran en tamaño no tenían lo que ese morro ostentaba, un gran arbol bandera en el punto mas alto. Pasaba horas mirando con mi telecospio Tasco 30x (un regalo que mi viejo me hizo cuando vio que me la pasaba mirando el cielo y tropezaba con cuanta piedra encontraba) el frondoso follaje que coronaba a mi hermano. Elucubraba miles de teorías: En ese arbol se había ahorcado el borrachin del barrio, vivía una comunidad de pajaros sin derecho a migrar, habitaba un hermitaño. Nunca olvidé la primera vez que subí el morro para conocerlo personalmente. El camino no me llevó mas de 20 minutos, pero al llegar a la cima del monte, me di cuenta que encontrar ese arbol (Mi arbol) que tanto alardeaba ser diadema de la elevación iba a ser imposible, puesto que desde su misma altura todos sus hermanos eran iguales, no habian reyes, ni ahorcados, pero si muchos pajaros que amaban la paz de esos muchos arboles que se abrazaban. Y ahora si, lo miro, busco la perla verde en su cima, y desde lo alto el esqueleto de un lujoso hotel llena de colera las entrañas. No pude evitarlo, alambraron tus laderas, dinamitaron las entrañas y te pusieron ese estupido gorro de metal. Excepto yo, Viejo Rey, nadie te lloró.

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